El
problema es el siguiente: estamos educando a nuestros estudiantes para un mundo
que no existe. La pedagogía se ha excedido en lo lúdico y les ha enseñado a
nuestros jóvenes un mundo fácil, un mundo sin dificultad, un mundo construido a
su estatura. Pero el conocimiento del mundo externo a la escuela complejiza los
elementos. El mercado laboral no es un sistema de amistades sino por el
contrario uno de individualidades
salvajes, donde sólo sobreviven los mejores, los más hábiles, los más fuertes
para enfrentar los más grandes problemas.
He
visto con preocupación que las teorías pedagógicas inspiradas en escuelas
clásicas dirigidas a los niños de la élite, cuya realidad es plena de
satisfacciones y prácticas poco esforzadas, son introducidas subrepticiamente
en las escuelas públicas. Si bien es cierto que las escuelas públicas son para
los hijos de la población vulnerable espacios de escape a una realidad
humillante y denigrante, que los obliga a trabajar desde pequeños o a
permanecer circunspectos a viviendas donde no pueden explotar a cabalidad su
energía y vitalidad características, no puede por ello la educación pública
facilitarle los procesos pedagógicos al punto de demeritar la necesidad de
aprendizaje. No estoy hablando acá de
que una educación menos lúdica sea de mejor calidad, sino del hecho de que es
necesario para que una educación lúdica funcione y rinda a cabalidad unos
conocimientos previos y una base cultural suficientemente amplia, elementos que
lamentablemente no está presentes en la mayoría de las personas que hacen parte
de la población vulnerable presente en ciudades como Bogotá.
Esta contradicción no es fácil de resolver y probablemente
genere tanto debate y tantas consideraciones que nos desviemos con facilidad.
Pero el punto central que quiero rescatar es el valor del esfuerzo. El pensador
colombiano Estanislao Zuleta ya lo había denunciado en su Elogio de la dificultad: “deseamos
un idilio sin sombras y sin peligros, un nido de amor y por lo tanto, en última
instancia un retorno al huevo. En vez de desear una sociedad en la que
sea realizable y necesario trabajar arduamente para hacer efectivas nuestras
posibilidades, deseamos un mundo de satisfacción, una monstruosa sala-cuna de
abundancia pasivamente recibida”. Este deseo, muy propio de sociedades en vía
de desarrollo, que conocen los resultados del esfuerzo pero se olvidan del
camino recorrido se ha impuesto en nuestras instituciones escolares. Basta ver
cómo las tasas de repitencia son disminuidas a la fuerza, casi que decretadas
desde los entes administrativos de la educación pública, entes que en su
discurrir contradictorio imponen a las instituciones educativas un sinnúmero de
tareas que deshacen en celebraciones cualquier aspiración de ejecutar una
planeación pedagógica. Y es que este deseo de lo fácil es auspiciado por la
pedagogía que supone explorar o desarrollar un aprendizaje desde el interés
propio del estudiante y no desde el interés de la comunidad educativa.
Los
intereses humanos surgen en relación con la pluralidad del conocimiento humano.
Lo simple o lo complejos que puedan ser dependen directamente de la simpleza o
complejidad del conocimiento adquirido, que para el caso de un infante dependen en gran medida de lo que haya en su casa. Esto que hay en su casa define sus deseos o sus
intereses. La escuela por el contrario debe definir las oportunidades, no como
respuesta a sus intereses, sino como integración de los intereses de los
estudiantes con los de una comunidad que define lo bueno en el marco de una
sociedad globalizada.